JEAN PRIEUR – “ESE MÁS ALLÁ QUE NOS ESPERA” (16)
Una de las cosas que más me llamó la atención cuando comencé a
traducir “Las cartas de Pierre” fue lo que dice sobre los animales. Sobre
todo, lo que le dice a su madre el 11 de septiembre de 1919: «el simpático
perrito… se encuentra ya a mi lado, todo contento». Se refiere a un perrito
a cuya muerte había asistido junto a su madre y al que vuelve a encontrar al
Otro lado cuando él muere.
Tengo que reconocer una cosa: ni en mi infancia ni en mi juventud
conocí a nadie que me enseñara a amar a los animales. Todo lo contrario. Y es
ahora Jean Prieur,en este capítulo de su libro “Ese Más allá que nos espera”,
quién me llama a la atención sobre ello, sobre todo, por las oscuras
y profundas razones filosóficas y religiosas a que se refiere. En este
capítulo comprendo la equivocada influencia de Descartes y los cartesianos,
sobre todo, del filósofo cristiano Maurice Blondel . Es como descubrir
las raíces de una cara filosófica siniestra…
Pero la cara religiosa es aún más fea. Nunca me habían
enseñado, con tanta claridad como en este capítulo, a criticar lo que había
detrás de los sacrificios religiosos de animales, de los “chivos expiatorios”,
de la iniciación desde niños a la crueldad con los animales… Por eso este
hermoso capítulo de Prieur sobre el alma de los animales es como aire
fresco…
¡Buen día!
V–
ANINAL EST ANIMA
22. ANIMAL EST ANIMA
Si
el hombre es un espíritu, no se sigue de ello que los animales sean criaturas
sin importancia con los que uno puede permitirse todo. Tenemos deberes hacia
ellos: si el hombre es nuestro prójimo más cercano, ellos son también nuestro
prójimo. El mal causado a un animal, criatura esencialmente indefensa, es muy
grave: habrá que dar cuenta de ello.
Hoy,
y es uno de los aspectos positivos de nuestra época, que cuenta también con
algunos otros, muchos se dan cuenta de la importancia del mundo de los
animales. Conocemos ya suficientemente su anatomía y su fisiología (han sido
perfectamente clasificados y catalogados en los dos últimos siglos) y, gracias
al teleobjetivo, el cine permite conocerlos en su intimidad. Pero el aspecto
psíquico y metafísico de su personalidad se nos escapa en gran parte.
Si
el animal se encuentra, sobre todo en los países latinos, en una situación
precaria, es por oscuras y profundas razones filosóficas y religiosas.
Veamos
en primer lugar las razones filosóficas:
El
gran maestro del pensamiento de la nación francesa fue hasta ahora Descartes,
menos cartesiano sin embargo que los que se proclaman seguidores suyos.
Descartes era la ley y los profetas… Ahora bien, su teoría mecanicista reduce
la actividad psicológica del animal a un automatismo de máquina: los animales
serían solo mecanismos que actúan bajo el único impulso del instinto. Su
existencia sería solo una sucesión de fenómenos fisicoquímicos.
En
la línea de Descartes, el filósofo M. Blondel escribe: «El animal solo se pone
en movimiento por incentivos que actúan sobre sus apetitos; sus sensaciones
solo se relacionan con las necesidades orgánicas y se reducen a intereses
limitados por las exigencias vitales de la especie». Todo el lado afectivo de
la persona animal: amor, odio, envidia, agradecimiento, placer por los juegos,
desaparece completamente. El animal solo se pone en movimiento por incentivos
que actúan sobre sus apetitos; sus sensaciones solo se refieren a sus
necesidades orgánicas… pero todo esto solo en parte los caracteriza y se
aplicaría perfectamente a muchos humanos.
Los
racionalistas reprochan por tanto al animal el que no pueda desprenderse de su
fisiología, el verse privado rigurosamente de espiritualidad; pero esta
espiritualidad, cuando la encuentran en el hombre los enfurece, la rechazan y
la niegan.
Cuando
un animal hace el sacrificio de su vida, dicen, el sacrificio solo existe en
nuestro espíritu, el animal ignora la angustia que precede a la muerte; no
comprende lo que significa la muerte.
Que
los que defienden esto, que vayan a dar una vuelta por los mataderos. El animal
presiente la muerte, la suya y la de los demás. Presiente la muerte, con
frecuencia mejor que nosotros; la teme, exactamente igual que nosotros. Sabe,
siente que es algo muy grave.
«El
amor materno de los animales, dicen sabios y filósofos materialistas, es solo
un instinto relacionado con un estado fisiológico: el estado de maternidad.» Lo
de siempre: el opio hace dormir porque tiene una fuerza dormitiva. «El amor
materno de los animales está determinado por una hormona, la prolactina, que
segrega la hipófisis.»
¡Esto
es lo perfecto! Pero los pájaros que no aletean, que yo sepa, ¿se puede
explicar su amor materno por la prolactina? No, el amor materno, sea en el
mamífero, en el pájaro o en el hombre, es distinto de una historia de hormona o
de prolactina. Todavía no se ha encontrado, no se está cerca de encontrar la
fórmula química del amor materno.
El
animal enfermo o herido soporta el dolor que le imponemos para curarlo. Si sólo
se moviera por reacciones fisiológicas, si solo fuera una máquina orgánica,
debería huir de nosotros o mordernos, cuando lo hacemos sufrir por venir en su
ayuda. Pero, muy al contrario, sufre los tratamientos más desagradables con un
extraño estoicismo. Y él manifiesta su gratitud, lame la mano que le ha
infligido el dolor saludable.
Para
explicar los misterios del mundo animal, se ha encontrado una palabra cómoda:
instinto. Misterio de las migraciones de pájaros y de peces: instinto. Misterio
de lo cobertizos y de las presas construidas por los castores: instinto. ¡Y el
misterio de las anguilas! Estos peces habitan en el curso de las aguas de
Europa y de América del Norte. Sin embargo, su lugar de postura está situado en
el Atlántico, en la región de las Bermudas. Las anguilas adultas dejan los
cursos de aguas de Europa y de América para dirigirse a los alrededores de este
archipiélago. Una vez depositadas sus huevas, mueren. Cuando tienen un año, las
jóvenes anguilas de origen americano vuelven a los ríos de agua de donde sus
padres habían venido. Las jóvenes anguilas de origen europeo hacen lo mismo,
cuando tienen dos años. ¿Cómo conocen el lugar de donde venían sus padres,
puesto que estos últimos murieron antes de su nacimiento?
Una
vez más, salen con palabras en ción: instinto de migración en las
anguilas, instinto de melificación en la abeja, instinto de nidificación en el
pájaro. De todas formas, no conviene hablar ya de nidos, sino de biotipos.
He
aquí algunas definiciones del instinto escritas en los tratados de psicología:
«Una actividad finalizada, pero sin consciencia del fin al que tiende». ¡Sin
conciencia! ¿Qué se sabe de ésta? «Una actividad ciega y sin embargo adaptada…
Una actividad innata, pero capaz sin embargo de cambiar dentro de ciertos
límites… Una actividad estereotipada que comporta sin embargo en el detalle
cierto poder de adaptación a las nuevas situaciones…»
Se
intuye hasta qué punto estas definiciones son embarazosas; sus autores
chapotean en los, pero, los, sin embargo, los, no obstante, los
empero.
Toso
esto está bien, pero no explica de ninguna manera fenómenos metafísicos que se
encuentran en los animales. Estos fenómenos se constatan ya en el hombre, con
mayor razón lo serán en ellos.
Las
religiones que han habituado a la humanidad a hacer penitencia sobre el lomo de
las pobres bestias, tienen gran parte de responsabilidad en estos milenios de
sufrimiento animal. ¿Qué idea se hacían de la Divinidad para ofrecerle
esas angustias, esos estertores, esas agonías? Los templos antiguos, incluido
el de Jerusalén, eran repugnantes carnicerías.
Todos
conocen la suerte reservada al chivo expiatorio: en la fiesta de las
Expiaciones, se llevaba un chivo expiatorio al gran sacerdote. El sacrificador
extendía sus manos sobre la cabeza del animal, le cargaba con un montón de
maldiciones y trasfería al inocente los pecados de los hebreos. Después de esta
ceremonia, la multitud cazaba aullando a pedradas al chivo expiatorio, lo
empujaba hacia el desierto donde, herido, molido a palos, sediento, hambriento,
sanguinolento, agonizaba miserablemente, mientras el pueblo de Israel,
descargado sin gran costo de sus miserias, volvía hipócritamente a sus hogares.
En
general, las religiones no dan reglas a seguir frente a los animales. Las
únicas excepciones son el Jainismo y el Budismo. Sí, el Antiguo Testamento, tan
duro, tan implacable con los humanos[1], tiene con los animales extrañas piedades.
«Si
el buey de tu enemigo o su asno está perdido y tú encuentras a ese animal, te
encargarás de devolvérselo. Si ves que el burro de aquel a quien odias está
sucumbiendo bajo una carga pesada, cuídate de no abandonarlo. Ayuda a tu
enemigo a descargarlo» (Éx. 23, 4-5). «El séptimo día descansarás para que tu
buey y tu asno tengan también descanso» (Éx. 23, 12). Se dice incluso en Isaías
66, 3: «El que degüella a un buey es como el que mata a un hombre.»
Sobre
los deberes hacia los animales, el Cristianismo calla; cierto, está Lucas que
dice en 12, 6: «Ninguno de ellos es olvidado ante Dios», pero ¿quién se fija en
esto? El Cristianismo pone el acento en el amor, pero este amor no se extiende
ni a los animales, ni a las plantas. Francisco de Asís casi es único. Para
muchos cristianos, el problema animal no se plantea, ni existe.
Solo
en los grupos espirituales marginales se atreven a abordar esta cuestión, entre
las demás gentes se considera como secundaria, y se mira con cierto desprecio a
los que se interesan por ella.
Las
personas que aman a los animales caen con frecuencia en complejos[2], como si retirasen de los demás[3] el amor que dedican a nuestros hermanos llamados
inferiores. Sin ningún motivo, porque el amor a los animales va siempre unido a
la bondad, al brillo espiritual, a grandes cualidades humanas.
Cuanto
más evolucionado está un humano, más ama y respeta al mundo animal. Y más lo
reconoce y lo ama el mundo animal. No hay auténtica espiritualidad sin contacto
con el tercer reino.
Cierto,
el hombre es superior al animal, lo creemos porque estamos convencidos de la
jerarquía. Pero justo la superioridad crea un deber de protección, toda
superioridad crea un deber complementario. Jerarquía obliga.
Los
cristianos, sobre todo los protestantes, tienden demasiado a limitar el amor de
Dios a la especie humana únicamente. Hay mucho orgullo e ingenuidad en este
antropocentrismo. Por otra parte, todas nuestras concepciones religiosas y filosóficas
son increíblemente antropocéntricas. Aunque la tierra no es ya el centro del
universo, el hombre lo sigue siendo para muchos espíritus.
Pero
un amor que se limita no es verdadero amor. El amor de Dios es como el amor
materno, cada uno tiene su parte y todos los tienen todo. El amor de Dios no se
limita a la sola y preciosa raza humana. Hay otras especies, hay otros
espacios, hay otros mundos.
No
hace mucho tiempo, el cardenal-arzobispo de Toledo, primado de España, decía a
apropósito de los concursos de belleza femenina: «No rebajemos a estas mujeres
jóvenes al nivel de los animales que, en los concursos agrícolas, son juzgados
solo por sus cuerpos, pues ellos están privados de alma.»
¡Privados
de alma! Este es el meollo de la cuestión. Si, en el Occidente llamado
cristiano, la situación de los animales ha sido durante siglos, tan miserable y
tan trágica, es porque las Iglesias habían decretado, de una vez por todas, que
están privados de alma, sancionando sin quererlo la ridícula teoría de los
animales-máquinas.
A
partir de ahí todo era posible, todo era lícito: las corridas de toros, las
peleas de gallos, el cebar a los gansos, las lechuzas crucificadas sobre la
puerta de los garajes, los pequeños pájaros a los que se les reventaban los
ojos para hacerles cantar mejor. Reduzcamos la lista de las atrocidades humanas[4]Examinemos más bien el problema del alma animal.
Es
fácil constatar que los animales experimentan todos nuestros sentimientos:
simpatía, antipatía, alegría, tristeza, miedo, ira, venganza, orgullo,
emulación, curiosidad, solidaridad, ayuda mutua y naturalmente amor: el amor
conyugal a veces, el maternal siempre, y sobre todo el amor hacia su amo: el
hombre, divinidad terrible y antojadiza.
El
animal, por el hecho de que está dominado por sus instintos, es un ser
esencialmente emotivo. Los sentimientos están mucho más desarrollados en los
animales superiores que en los demás: cuanto más elevado está un ser en la
escala de los vivos, mayor es su subjetividad, por tanto, el poder de amor.
Cuanto más cerca vive del hombre un animal, más compleja es su vida afectiva. A
veces incluso acomplejada. Si los animales tienen las mismas emociones, las
mismas pasiones que nosotros, hay que deducir lógicamente que tienen un alma.
El
nombre mismo de animal les concede eso que nosotros les negamos, el
alma: anima. Las experiencias de laboratorio se hacen «in anima vili».
Pero,
se dirá, si las Iglesias cristianas no quieren admitir el alma de los animales,
es por la sencilla razón de que no se habla de ella en las Escrituras.
Eso
creía yo, hasta el día en que para escribir «el Apocalipsis, revelación sobre
la vida futura», necesité traducir por mi cuenta ese libro que deja de ser
oscuro cuando deja de aplicarse a la tierra. Allí, en el texto griego, me
esperaban sorpresas interesantes. Ésta, entre otras, en el capítulo 8,
versículos 8 y 9:
«Entonces
el segundo ángel tocó la trompeta: una masa enorme e incandescente, una especie
de montaña fue arrojada al mar.»
«La
tercera parte del mar se transformó en sangre, la tercera parte de las
criaturas, que viven en el mar y tienen almas, murió, y la tercera parte de los
barcos fue destruida.»
¡La
tercera parte de las criaturas que estaban en el mar y tienen almas!
Esta
alma de los animales cuestiona todo hasta tal punto que el católico Crampon
traduce:
«La
tercera parte de las criaturas vivas que estaban en el mar murió.»
Y
el protestante Segond:
«La
tercera parte de las criaturas que tenían soplo de vida murió.»
San
Jerónimo es fiel: «Creaturae quae habent animas» lo que coincide exactamente
con el original griego.
Se
argumenta, en general, que la misma palabra griega psique significa a la vez
alma y vida, y se juega con esto para negar esa alma animal que molesta a tanta
gente.
Pues
bien, hay en el Apocalipsis (16, 3) otro pasaje que completa y aclara lo
anterior: «El segundo ángel derramó su copa sobre el mar, el mar se convirtió
en sangre como la sangre de un muerto y toda alma viva murió en el mar.»
Esta
vez, no hay equívoco posible, se trata de almas, puesto que las dos palabras:
alma y vida están al lado, por tanto, en el pensamiento de san Juan, psique
significa alma.
¿Cómo
van a salir de ésta los teólogos? Second traduce: «Todos los seres vivos
murieron» pero reconoce honestamente al pie de página que, literalmente,
aparece «Toda alma viva murió».
Crampon:
«Todo lo que tenía vida pereció en el mar». Deja fríamente de lado la palabra
que le molesta, la palabra más importante: alma.
No
se trata de dedicarse a la exégesis erudita, de discutir sobre las palabras,
pero el vocabulario tiene una importancia esencial. Una palabra olvidada, una
palabra mal traducida y se sigue una doctrina falseada, un comportamiento
falso.
No
hay ninguna duda de que, para Juan, que fue el apóstol más cercano al corazón
de Cristo, el más inspirado de todos, los animales tienen un alma.
En
otro texto del siglo primero: el Evangelio de la vida perfecta, se distingue
una cuarentena de pasajes a favor de los animales. Este Evangelio de la vida
perfecta, escrito en arameo, fue traducido al inglés, por el Reverendo Ouseley,
en 1881.
«En
verdad os digo: Esta es la razón de que yo esté en el mundo, para que todos los
sacrificios de sangre y el consumo de la carne de los animales y de los pájaros
sean abolidos.»
«No
debéis suprimir la vida de ningún ser para vuestro disfrute. Os lo repito una
vez más: el que trata de apropiarse del cuerpo de cualquier ser para su
alimento, para su placer, o para sacar de él una ganancia, se convierte por
ello mismo en impuro.»
Los
sacrificios de sangre, esa plaga de las religiones antiguas, son condenados con
energía. Se lanzan maldiciones contra los que hieren a criaturas de Dios. «¡Ay
del fuerte que abusa de su fuerza! ¡Ay de los cazadores! Porque ellos serán a
su vez cazados.» En el Hades sufrirán las angustias que sufrieron las pobres
bestias acosadas, cazadas, torturadas, masacradas.
«Bendecidos
serán todos los que se abstienen de todas las cosas que se obtienen por la
sangre derramada y por la mortandad.»[5]
¡El
Evangelio de la Vida perfecta es un apócrifo, pero no existe confusión sobre
esta palabra! Apócrifo no significa desprovisto de autenticidad, sino
simplemente oculto, secreto. En la antigüedad se llamaban apócrifos
distintos escritos hurtados al conocimiento del público: así en Roma, los
libros de las Sibilas, en Egipto y en Tiro los Anales. Los sacerdotes eran los
únicos depositarios y solo permitían la lectura a quienes juzgaban dignos.
Asimismo,
para los judíos y los primeros cristianos, había libros que no se leían
públicamente en las sinagogas y en las asambleas, pero que se podían consultar
en casa, para su edificación personal. Estos libros que, en la época de su
composición, pasaron por inspirados, no fueron mantenidos como tales en el
canon de las distintas Iglesias. Lo que no les impide contener revelaciones y
enseñanzas igualmente preciosas.
«El
Pastor», ese libro escrito por Hermas, que fue sin duda el hermano del papa Pío
I, reconocía la existencia del alma animal. Desgraciadamente el Pastor de
Hermas no figura en el canon del Nuevo Testamento, del que fue definitivamente
rechazado por el papa Gelasio, en el siglo V. Considerado mucho tiempo como
inspirado por las primeras generaciones cristianas que lo leyeron, lo veneraron
y lo difundieron, fue tenido en gran estima por hombres como Ireneo, Orígenes y
Clemente de Alejandría.
Cosa
paradójica: la cristianísima Edad Media, que negaba el alma a las bestias, les
atribuía la responsabilidad. Hubo, en esta época sorprendente, destacados
procesos de animales. Algunos ejemplos: Un asno se equivoca; en lugar de beber
en un abrevadero, bebe en una pila de agua bendita; es juzgado y ahorcado. Si el
crimen se comete en viernes, se agrava la pena: será quemado, tendría que haber
sabido que en viernes no se come carne.
Pero
eran las ratas las que daban más problemas a la justicia. Citadas ante los
tribunales, cometían la imprudencia de no presentarse a la audiencia.
El
más allá, que se preocupa mucho del mundo natural, nos enseña también que el
animal tiene un alma y que el alma sobrevive.
Pierre:
«A todas las criaturas les ha dado Dios un alma. Pero solo el hombre podía
hacer que fructificase esta alma».
Philip:
«Los pájaros tienen pequeñas almas que pueden evolucionar».
Paqui:
«Los animales no son solo materia».
Max
Getting: «Las almas de los animales evolucionan en las esferas inferiores… La
mirada de ciertos animales demuestra hasta qué punto su alma ha llegado a la
perfección en su raza».
Quien
dice alma dice supervivencia, quien dice supervivencia dice cuerpo etéreo. Como
el animal no ha recibido el espíritu, es imposible hablar de cuerpo espiritual.
Ese cuerpo etéreo, ese doble es el soporte de su supervivencia consciente y
dotada de memoria. Ese cuerpo etéreo puede ser visto por algunos videntes e
incluso ser fotografiado.
Los
animales no llegan a esferas espirituales muy altas, pero tienen acceso a las
esferas cercanas en la medida en que tratan de encontrar a la persona que
los amó en la tierra[6]. El afecto de esta persona ha hecho acceder a la pequeña
alma a un plano superior de vida y de conciencia. Una vez más, el amor ha hecho
su milagro. «¡Cierto, dice Pierre, sus sucesivas evoluciones los mantienen
siempre en un segundo plano, pero el hecho de poder comunicar sus pensamientos
supone para ellos una felicidad incomparable!»
A
propósito de animales, Pierre había pronunciado la palabra pensamiento. Vuelve
sobre este tema afirmando que los animales piensan mucho más de lo que nosotros
imaginamos en la tierra. Pero les falta la expresión de sus ideas. Llegados al
otro lado, puede por fin comunicar por transmisión directa.
«Ellos
rodean a nuestra sociedad con su afecto sencillo lo mismo que en la tierra.
Evolucionan también y se dan cuenta de que el amor es la meta esencial a
conseguir. En este lado, conocen nuevas satisfacciones y viven un poco como
niños pequeños cuya conversación es elemental. Nos aportan su modesto amor como
una ofrenda.»
Sin
embargo, rechaza la doctrina según la cual el alma pensante, inmortal, puede
animar sucesivamente cuerpos animales y después cuerpos humanos. Hay una
frontera entre el reino animal y el reino humano. El animal no alcanzará nunca
nuestra semejanza con Dios. El perro, por ejemplo, que es el más evolucionado
de todos los animales, sigue siendo un animal[7] incluso en los planos invisibles.
En
cuanto a Christopher, el joven mensajero inglés, se entusiasma al descubrir que
los pájaros tienen alma, constata que son siempre pequeñas almas y concluye que
la metempsicosis no existe.
Con
la doctrina de la transmigración ciertos espiritualistas suprimen en el otro
mundo la frontera entre humanos y animales, frontera que los materialistas han
abolido en este mundo negando el alma a los primeros y, con mayor razón, a los
segundos.
Los
animales superiores poseen dones paranormales, de los que raramente disfrutan
los humanos. Así los pájaros presienten con varias horas de antelación los
temblores de tierra, las erupciones volcánicas, y huyen antes de las primeras
sacudidas. En este caso, se puede decir que perciben vibraciones que nosotros
no percibimos. De la misma manera, el perro, que abandona una casa unas horas
antes o unos días antes de la agonía de uno muy enfermo, ha percibido
vibraciones existentes, vibraciones de muerte.
Pero
he aquí un hecho distinto, que no puede explicarse por vibraciones naturales,
telúricas o humanas: una familia se dispone a partir el fin de semana… en el
último momento, el perro de los niños que, habitualmente, hacía una fiesta de
este tipo de salidas, se niega obstinadamente a subir al coche. Finalmente se
van sin él. Ocurre un accidente: toda la familia muere.
Aquí
no se trata de vibraciones de muerte: todas estas personas son jóvenes y con
salud perfecta. Tratemos de comprender: ¿Ha previsto el animal el accidente y
la muerte? Es difícil de admitir. A nuestro juicio, ha sucedido lo siguiente:
un miembro (fallecido) de esta familia, conociendo la inminencia de la
catástrofe, ha hecho lo imposible por advertir a los suyos. Al no conseguir
advertirlos con señales y sueños (¿cómo saber lo que sucedió en los días que
precedieron al drama?), se sirvió del perro como de un médium.
Los
desaparecidos, en sus menajes, nos dicen que los animales los ven. Algunos de
nosotros han podido constatar en los perros, los gatos y los caballos actitudes
inaplicables, paradas bruscas ante presencias invisibles para nosotros.
Si
los animales desencarnados pueden unirse a nosotros tanto en este mundo, como
en el otro, es por una razón muy sencilla: el amor. Desde el otro lado, nos
siguen buscando… y con frecuencia nos encuentran. Entre el mundo animal y el
mundo humano, allá arriba como aquí abajo, el amor es el que tiende puentes. En
nuestros hermanos llamados interiores, lo mismo que entre nosotros, el amor es
la raíz de la inmortalidad.
Pierre:
«Dios no permite nunca la desaparición absoluta de la chispa del amor. Un alma
evolucionada o no (es decir humana o animal) que comporta la esencia inmortal:
el amor, no perecerá.»
Por
supuesto, los mensajeros se rebelan con todas sus fuerzas contra la vivisección.
Nada puede justificar la vivisección, dicen. No podéis justificar el mal. La
vivisección bloquea el progreso tanto para el mundo humano como para el mundo
animal.
«El
progreso del mundo animal, responden los vivisectores, ¿de qué habláis? En
cuanto al progreso del mundo humano, se trata sin duda del progreso espiritual.
Una vez más, ¿de qué habláis? Lo que nos interesan son los progresos físicos y
psicológicos del hombre.»
Pero
hay algo peor que los vivisectores, los que desuellan a los animales vivos,
para que el abrigo sea más hermoso.
Agonías
terribles de bestias escaldadas vivas por cocineros, bestias cazadas en trampas
que nunca son levantadas, bestias envenenadas con cebos y que pasan días y días
hasta morir, bestias heridas por cazadores torpes, los peores de todos y los
más numerosos. Masa gigantesca de sufrimiento inocente que forma como una nube
de tinieblas por encima de la tierra de los hombres y refleja sobre ellos los
dolores horribles que ellos mismos desencadenaron.
Cuando
se protesta contra las atrocidades cometidas sobre la persona animal, se
protesta a la vez contra las que no dejarán de alcanzar a la persona humana. No
olvidemos que los torturadores de toda laña comienzan ejercitándose en los
gatos, los perros y los pájaros. El verdugo de animales no tarda en
transformarse en verdugo de niños. En las escuelas de las S.S., se enseñaba a
los jóvenes a ejercitarse con los gatos[8].
Para
caer en la cuenta de la importancia del mundo animal, imaginemos durante unos
instantes un mundo del que hubieran desaparecido los animales salvajes. Decimos
salvajes, porque los animales domésticos serán conservados como máquinas de
carne, como máquinas de leche, como máquinas de huevos.
Imaginemos
jardines sin pájaros, ni mariposas: bosques sin zorros, ni faisanes, ni
cervatillos. Imaginemos (pero aquí imaginar es ya constatar) un mundo de
hormigón y de acero donde el hombre y sus maquinarias ruidosas y hediondas
triunfasen en exclusiva… Un mundo así tendría todas las características del
infierno. Todo lo que forma la alegría y la belleza de la tierra habría
desaparecido. Tal mundo es posible, en parte se ha realizado. Ya está aquí ese
mundo que deshumaniza, justo porque se desanimaliza. Este neologismo que
acabamos de arriesgar, es tan horroroso como la cosa que significa.
«Ninguno
de ellos es olvidado a los ojos de Dios». Dicho de otro modo, El los conoce. El
conoce a esa madre animal que se ofrece deliberadamente a los tiros de los
cazadores, encaminándose por su propia voluntad hacia el sufrimiento y hacia la
muerte para apartar a los asesinos de sus pequeños… que, privados de sus
cuidados, acabarán muriendo. El conoce su sacrificio y sin duda lo admira.
Allí
donde se encuentra el sacrificio, hay libertad de elegir; allí donde se
encuentra la libertad se encuentra la inteligencia y el amor; allí donde se
encuentra la inteligencia, el amor y la libertad se encuentra el alma.
Allí
donde se encuentra el alma está la resurrección. La madre animal reunirá a sus
pequeños en las zonas de la inocencia feliz donde la pantera juega con el
cabrito, y el oso con el ternero, y el lobezno con el cordero.
Ellos
vivirán en un más allá a su medida, en un mundo donde ya no habrá trampas, ni
venenos, ni cazadores.
A
propósito, ¿dónde están los que, para pasar el tiempo, transmitían la muerte?
¿Son cazados a su vez como dice el Evangelio de la Vida perfecta? ¿Viven en
alguna parte las angustias que causaron jugando?
Dios
conoce a los animales, pero la reciprocidad no se da mientras ellos están en la
tierra. Aquí, no saben que existe un Dios. Solo el hombre lo sabe, aunque
rechaza con frecuencia este privilegio. Los animales lo saben en la otra vida.
Es
entonces cuando se ve toda la creación[9], esta creación que el hombre somete a las cosas inútiles,
esta creación que gime por los dolores de un parto que ya no termina, se ve
esta creación que aspira a la epifanía de los hijos de Dios: manifestación que
ve el final de su miseria y de su esclavitud, el final de nuestra barbarie y de
su miedo permanente. Entonces el sol espiritual, el sol de justicia se eleva
también en el mundo espiritual para esas almas oprimidas y cautivas, por fin
liberadas del miedo, por fin liberadas de sus torturadores.
Entonces
se realiza lo que vio san Juan (Apoc. 5, 13): el mundo animal reunido,
transportado con su hermano el mundo humano, en un movimiento universal de
agradecimiento y de adoración. Para adorar, hace falta un alma…
[1] . Éxodo 22, 18: «No dejarás vivir a la bruja». En este
caso, París se transformaría en Ravensbrück.
[2] . En general, se les ridiculiza con el nombre de «almas
sensibles».
[3] . Hay un argumento tópico que se oye con frecuencia: ¿por
qué ocuparse de los animales, cuando hay tantos niños desgraciados? Buen
pretexto para no hacer nada, ni por los unos, ni por los otros.
[4] . Y si, un día, seres venidos de otra parte y superiores a
nosotros se apoderasen de la tierra y nos tratasen como nosotros tratamos a los
animales…
[5] . Mensaje recibido por el autor: «¡Benditos, oh sí,
benditos todos los que, en todos los campos, actúan en defensa de las pequeñas
almas!»
[6] . Son muchos los que esperan a sus amos en el mundo de la
llegada.
[7] . El perro ha logrado superar su ferocidad original, el
hombre todavía no.
[8] . Ver de Jean Prieur: Hitles et la guerre luciférienne, J’ai
lu.
[9] . Cf. Romanos 8, 18-23, en las innumerables versiones de la
Biblia, el irritante problema de las mayúsculas añadidas después y que lo
cuestionan todo. La versión del cardenal Lienard traduce así el versículo 20:
«Sometida a la vanidad, no por su voluntad, sino por la autoridad de Aquel que
la ha sometido». Esta A mayúscula basta para hacer de Dios el autor de esta
degradación y de esta miseria que constatamos en el mundo natural. Otro ejemplo
de mayúscula intempestiva y sacrílega en Sinodal, Mt. 10, 28: «¡Temed más bien
a Aquel que puede hacer perecer el alma y el cuerpo en la gehenna!»
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