La
historia que sigue no es creación literaria, la narra el periodista y
escritor español Eduardo Zamacois Quintana en "Años de Miseria y Risa.
Autobiografía 1893-1916", escrita en 1924. Y dado su carácter, merecería
figurar en lugar privilegiado entre las colecciones de hechos
"extraños" que sugerían la pervivencia de la individualidad humana tras
las fronteras de la ominosa muerte, llevadas a cabo por autores de
renombre en nuestro ámbito como Gabriel Delanne, Camilo Flammarion e
incluso la propia Amalia Domingo Soler -si hubiera coincidido con su
tiempo- la habría recogido y comentado en "La Luz del Porvenir", como
otras parecidas de las que se hizo eco.
Esta
es una de esas historias de visitas en el momento de la muerte por
parte de un ser que se va de este mundo físico y un amigo íntimo que
viviendo alejado en el espacio, a modo de postrer despedida, se proyecta
a su encuentro para dar fe y testimonio de su partida.
Resulta
cuando menos chocante que los protagonistas de tales hechos reaccionen
tan diferentemente unos y otros ante experiencias de esta índole.
Dependiendo de su momento, a unos lleva a cuestionarme seriamente sus
posiciones anteriores, normalmente reacias a la posibilidad de la vida
post-mortem; a otros, sin embargo, apenas inquieta, llama su atención
pero seguidamente corren tupido velo para no tener que moverse un ápice
de la comodidad en que se encuentran. Tarde o pronto, el
auto-cuestionamiento llega y una brecha se abre finalmente en la mente
para posibilitar un mirar más profundo a los fundamentos de la
existencia.
Datos biográficos de Eduardo Zamacois
Nació
en Pinar del Río, Cuba (1876) y murió en Buenos Aires (1971). A los
cuatro años se trasladó con su familia a Bruselas y luego a París.
Adolescente aún, pasó a Sevilla y más tarde a Madrid, donde frecuentó la
Universidad. Abandonados los estudios, se dedicó al periodismo y la
literatura.
A los diez y ocho años publicó su primera novela, La enferma, y a continuación Punto negro. Volvió a Paris donde trabajó en las editoriales de Garnier y de Bouret. Establecido en Barcelona, dirigió la revista Vida Galante; pasó a Madrid y allí fundó El Cuento Semanal y Los Contemporáneos, publicaciones que alcanzaron gran difusión.
En
1910 marchó a América, donde recorrió diversas repúblicas. Volvió a
España en 1912 y al estallar la Guerra Europea marchó a París como
corresponsal de La Tribuna. En 1917 volvió a Hispanoamérica donde
dio una serie de conferencias, que luego continuó en el norte de África
y Europa. De nuevo en España permaneció en Madrid hasta el final de la
guerra civil; en 1939 se trasladó a París y de allí a México y después a
los Estados Unidos y Argentina.
Entre
su primera producción, de carácter erótico, citamos, además de Punto
negro, El seductor, Memorias de una cortesana, etc. Posteriormente
cultivó una novela más humana y realista (Las raíces, Los vivos muertos,
etcétera). Autor de una obra extensa, cabe mencionar también Memorias
de un vagón de ferrocarril (1922); Confesiones de "un niño decente"
(1922); El delito de todos (1933); La antorcha apagada (1935); El asedio
de Madrid (1938) y Un hombre que se va (1964).
JOAQUÍN SEGURA
Nos
conocimos en la Universidad Central, bien mozos los dos. Era de
estatura mediocre, vestía atildadamente y calzaba siempre botas de
charol.
Brummel
le hubiera tenido por amigo. Se llamaba Joaquín Segura. Para entrar en
la Vida había madrugado mucho, y la experiencia infundió precozmente a
su cara las elegancias del desencanto y de la agudeza. Hablaba
espiritualmente y accionaba poco; diríase que no cesaba de observarse y
que su vigilante conciencia así le pulía los pensamientos como le
acicalaba los ademanes. Sabía escuchar y ceder, y ahorrarse una
contestación con una sonrisa; también sabía imponerse. De Almería, su
tierra, conservaba el donaire andaluz, y de Extremadura, donde se crió,
la decisión y la entereza. Era femenino y era violento. Tenía el gesto
de terciopelo y de hierro la voluntad. Sus manos blancas, de uñas
cuidadísimas — unas manos de abate galán que durante mucho tiempo, al
levantarse, se suavizaba con leche — no obstante su
delicadeza, a presentarse la ocasión, hubiesen matado.
El
tiempo, las emociones, las contrariedades, fueron exagerando los rasgos
aguileños de aquel rostro, lleno por igual, como el de Maquiavelo, de
clara inteligencia, de travesura y de sutil osadía. Tenía el pelo
castaño, los ojos zarcos, muy penetrantes, muy astutos y de un azul tan
diáfano que se perdía en el gris; la nariz, larga y corva, nariz de
pirata, dominadora, desvergonzada y sensual; el bigotillo, rubio y
parco; los dientes blancos, pulcros y bien sembrados, como los de una
mujer. Unas arrugas profundas, aquellas por donde ruedan las pasiones y
las melancolías — las -arrugas que entristecen la gran risa del señor
Polichinela» — dieron mayor expresión a su nariz y a sus pómulos más
relieve. El mentó avanzó. Su cara, poco a poco, por obra de la Vida, se
convertía en careta.
De
Joaquín Segura puede decirse que, en la época en que comenzó nuestra
amistad, vivía «de la promesa de recibir cincuenta duros». Esta
«promesa» por él inventada para oponer algo a las exigencias de sus
acreedores, le permitió subsistir; sin empleo, cerca de quince años. En
tan dilatado lapso de tiempo nunca se mostró triste, ni descuidó en un
ápice el riguroso afeite de su persona. Probablemente más de una noche
se acostó en ayunas aquel mi .gran hermano; mas no por ello dejaría de
llevar los zapatos muy relucientes y muy cepillado el traje, y muy
alindada la dentadura, y la corbata con muy señoril solicitud anudada y
prendida. Le llamábamos «Segurita». Como los famosos picaros de Mateo
Alemán, de Hurtado y de Vicente Espinel, poseía bonísimo ingenio, y,
sobre todo, un delicioso don de gentes y un
hondo conocimiento de las circunstancias y de las personas. A los
cuarenta años todavía se titulaba estudiante. Era alegre y sentimental,
rufián y caballero, bueno y malo, consecuente y olvidadizo. Una mujer,
cuando menos, lloró por él mucho. Era prudente y atropellado, selecto y
procaz, cuerdo y loco. Admirable. Era la juventud.
Imposible
hablar de «Segurita» sin recordar la celosa minuciosidad que dedicaba a
los detalles de su vida, aun a los más baladíes. Esta escrupulosidad
rayaba en manía. Sus corbatas, sus enseres de tocador, sus pañuelos, los
guardaba en cajitas que, a su vez, metía en otras cajas mayores. Para
buscar la pastilla de jabón, verbigracia, necesitaba abrir, cuando
menos, dos cerraduras. Las armas que usaba eran, como sus intenciones,
ladinas y agudas: una lima, un raspador, unas tijeras. . . El examen de
su grafología descubría y explicaba asimismo su carácter: era una letra
clara, limpia, noble, pero de rasgos abundantes que enlazaban unas
palabras a otras y revelaban la fantasía, generosa complejidad y
caudalosos recursos, bastidores y recovecos mentales, de su autor.
Últimamente
Joaquín Segura, ya reconciliado con su familia, aplicose al estudio y
en dos años aprobó casi todas las asignaturas de la carrera de Derecho.
En los cafés solitarios se le veía trabajar de noche, hasta muy tarde.
Con este ahínco prócer coincidió una aburguesada corrección de
costumbres y un inverosímil misoginismo. «Segurita», tan galán siempre,
aborreció de pronto a las mujeres. Una noche, frente al Trianón Palace,
en el momento de presentarle a una artista, huyó abalanzándose a un
coche que pasaba. Nos quedamos estupefactos. ¿Qué le sucedía a
«Segurita»?... Sin duda, su conciencia, que ya empezaba a nublarse,
adivinaba en «Ellas» un peligro: el terrible peligro del amor que, con
la felicidad, reparte la muerte.
Poco
a poco su vida interior comenzó a extinguirse. Palidecía. Sus ojos,
antes tan vivaces, se apagaban, morían, como turquesas enfermas. No
hablaba apenas. Su risa hízose blanca.
Hasta
que la locura triunfó. En la casa de huéspedes donde vivía estaban
consternados con sus extravagancias. A esta emoción de piedad añadíase
otra de miedo. «Don Joaquín — decían — quiso presentarse desnudo en el
comedor, a la hora del almuerzo». «Don Joaquín había intentado matar a
Mateo, el criado, con un cortaplumas». «Don Joaquín, aquellas últimas
noches, había salido a la calle acicalado y currutaco, como siempre,
pero descalzo. . . »
Inmediatamente
fui a verle, y como le hallase muy excitado, felonamente, so pretexto
de enseñarle unas decoraciones, conseguí subirle a un coche y llevarle
al Sanatorio del Pilar, donde, con gravísima pesadumbre y aun
remordimientos de corazón, le dejé encerrado. Por la noche escribí a su
padre, que residía en Azuaga, provincia de Badajoz, notificándole lo
sucedido y encareciéndole viniese a Madrid sin perder tren.
Mi
entrevista con el afligido anciano, a quien desde el primer momento
descubrí la verdadera gravedad de su hijo, fue muy triste.
Desgraciadamente la Ciencia ratificó mis vaticinios.
— Se trata — declaró el doctor Ezquerra — de un «incurable» que vivirá idiota un año, a lo sumo dos...
Del
mismo parecer fue el célebre alienista don José María Ezquerdo; en
vista de lo cual, Segura, padre, determinó llevarse a su hijo a Azuaga.
Nunca olvidaré la emoción trágica de aquellos tres o cuatro viajes en
coche: primero al
Sanatorio
del Pilar; luego a la consulta de Ezquerdo; últimamente a la estación
del Mediodía. A un lado el infortunado viejo, broncíneo, pálido,
ennoblecido por el dolor como un caballero del Greco; al otro lado, yo; y
entre ambos, «Segurita». el hermano; lívido, pasivo, zarandeado por los
traqueteos del vehículo, el labio colgante, la mirada sin luz, sucio y
desaliñado por primera vez.
En el andén le di un abrazo muy largo, muy fuerte; yo sabía que era el último: uno de esos abrazos que damos a los muertos.
— Adiós, «Segurita»...
Después le ayudé a subir al vagón, y el tren partió. Con él se marcharon veinte años de amistad.
Debo
consignar aquí, para que se comprenda bien la avasallante sugestión que
esta historia tiene a mis ojos, que yo no volví a acordarme de Joaquín
Segura. Mejor dicho, le recordaba, sí, pero de un modo rápido, borroso,
como de algo acaecído mucho tiempo atrás. Esto es: que su temprano fin
no me obsesionó mayormente.
Tampoco soñé con él nunca.
Por
aquellos días estaba disponiendo mi primer viaje a América, y
preocupaciones de toda índole acosaban mi espíritu. Pensaba en mí mismo y
nada más. Era una crisis de egoísmo, una congestión de imágenes, un
flujo y reflujo agotador de cábalas, de zozobras económicas y
sentimentales, de ilusiones rientes.
También
diré que no comulgo en las teorías espiritistas, ni soy teósofo, ni
siquiera espiritualista, a secas, pues no comprendo que la fuerza pueda
subsistir aislada, y menos que el alma conserve la noción de su «yo»
después de la muerte y en medio de la eternal renovación de las cosas.
Sin embargo...
Me
hallaba yo en Buenos Aires. Vivía en el Hotel Central. Mi habitación,
situada en el piso segundo, era un hermoso aposento, con dos balcones; y
la cama, puesta en el comedio de la estancia y con la cabecera arrimada
a la pared, hallábase de modo que los pies enfrentaban precisamente la
entreventana. Esto debía de ocurrir a mediados de enero, el mes más
riguroso de la estación estival en aquellas latitudes, y el calor
asfixiaba. Yo dormía siempre con los balcones de par en par abiertos.
Leed: es una historia apasionante como una conseja...
Una
mañana desperté triste. Estaba cierto de haber soñado con Joaquín
Segura, y no sabía qué. Este recuerdo caminó todo el día a mi lado, cual
una sombra.
«¿Habrá muerto?» — pensaba.
Sentía
remordimientos de no haberme acordado nunca de él y de no haberle
escrito a su padre ni una carta. ¡Me la hubiera agradecido tanto el buen
viejo!... Pero, ¿quién, en la balumba desorbitadora de los viajes y con
el alma ganada constantemente por nuevas impresiones, tendrá tiempo de
enternecerse con la evocación de lo que dejó atrás?
Aquella
noche volví a soñar con Joaquín, y tampoco esta vez la pesadilla llegó a
precisarse. De ella, al despertarme, no quedaba en mi memoria ni un
rasgo, ni un detalle. Una densa niebla apagaba las palabras, desvanecía
los contornos. Era como si el alma — digámoslo así — de mi amigo
quisiera comunicarse con la mía, saludarla, testimoniarla su adhesión; y
mi espíritu, miope y sordo, contaminado de la parvedad y torpeza de los
sentidos, no la sintiese.
A
la noche siguiente caí de súbito en un estado de extraña lucidez; una
hiperestesia análoga a la producida por el éter. Me explicaré mejor:
quien sueña cree vivir realmente, y yo, no; yo comprendía que soñaba; es
decir, que mi conciencia asistía a cuanto me sucedía e iba juzgándolo.
Yo sabía que estaba dormido, que tenía cerrados los ojos, y, no
obstante, «me veía» acostado. Una luz fría y gris, una luz de acuario,
un resplandor lechoso de aurora, llenaba la estancia. Yo pensaba:
«Está amaneciendo y Segura va a venir.»
Distinguía
perfectamente los muebles: mi baúl, los sillones, sobre los cuales
había ropas y libros; el lavabo, el armario de luna, cuyo cristal, como
los lagos según va levantándose el sol, poco a poco anegábase en
claridad turbia.
También
veía limpiamente los rectángulos de los dos balcones, por donde el
nuevo día iba asomándose. Entretanto, la idea de que estaba amaneciendo
volvía a mi ánimo, y la convicción de que Joaquín Segura iba acercándose
me apremiaba con una inquietud que más tenía de regocijo que de
supersticioso sobresalto. Al cabo le vi aparecer. Penetró en la estancia
por el balcón de la izquierda. El vasto fondo blanquecino de la
madrugada ponía a su figura un nimbo. Derechamente dirigióse a mí. Me
pareció más pequeño que antes, más delgado, más descolorido, y sus
facciones exangües habían una expresión de desaliento: el desaliento,
quizás, de quien, muñéndose, lo conoció todo.
El
diálogo lo empecé yo, y cuanto a continuación escribo copia fidelísima
es de lo que ambos hablamos: de tal modo las frases y aun los menores
gestos de aquella inverosímil conversación grabados quedaron en mi
memoria.
— ¿Pero es cierto que has muerto, «Segurita»? — le pregunté.
— Es verdad. ¿Cómo lo sabías?
—Hace dos noches que, sin motivo, pienso en ello.
No
le di la mano. Yo, dentro de la rigurosa lógica de mi pesadilla, sabía
que era inútil buscar un contacto físico con él, pues que lo que tenía
delante era una sombra. Tampoco oía sus palabras «materialmente», sino
que éstas me rozaban cual ondas hertzianas. Yo las oía, «pero no con los
oídos». Al mismo tiempo experimentaba un ardientísimo deseo de
rehabilitarme a sus ojos, de probarle que, no obstante la ingrata
vagabundería de mi corazón, le quería como a hermano... El me miraba
tristemente, también piadosamente, con piedad de hastío, como se mira a
una persona empeñada en demostrarnos algo que no nos importa.
Proseguí:
— ¿Dónde estás enterrado?
— En Lubrín, provincia de Almería.
— ¿Cómo, en Lubrín? ¡No puede ser!.. . ¡Si de de Madrid tu padre te llevó a Azuaga!... Yo acompañé a la estación...
Le escudriñaba los ojos. Y pensé: «Está loco todavía.»
«Segurita» repuso:
—
Efectivamente, mi padre me llevó a Azuaga. Pero... ¡ya conoces su
carácter! Mi padre y yo nacimos para no entendernos. En su casa yo
estorbaba; constituía una carga, un peligro... Yo era el primero en
reconocer que allí no podía estar mucho tiempo. Entonces mi padre
escribió a Guillermo, mi primo, quien, como sabes, reside en Lubrín,
diciéndole que fuese a buscarme, y Guillermo me llevó consigo. Allí, a
su lado, acabé.
Hubo
un silencio largo. Yo, en virtud de esos desdoblamientos de conciencia
que suelen producirse en las pesadillas, continuaba reconociendo que
soñaba, y sabía, sin embargo, que todo aquello era cierto. Joaquín
suspiró y su rostro se cubrió de una tristeza nueva. ¿Cómo puede cabe en
el breve espacio de un semblante tanto dolor Bruscamente hizo ademán de
retirarse:
— Me voy...
Traté de retenerle:
— Oye, «Segurita», espera un momento...
— No, no— repuso, como disgustado — me voy. Adiós. . .
Desapareció. A mi alrededor todo fue negro, y debí de quedarme profundamente dormido. Tras sí la visión no dejó nada.
Cuando
desperté era mediodía; cegaba el sol. Instantáneamente mi sueño de la
víspera se impuso a mi espíritu. Decidí escribir a Azuaga, explicándole a
Segura, padre, mi extraordinaria alucinación; quería cotejar fechas y
adquirir, en suma, la certidumbre de que «Segurita» había fallecido y de
que, por obra de alguna prodigiosa asociación telepática, yo había
hablado con él.
Pero
el hombre propone y las circunstancias disponen luego. Aquella carta,
que todos los días pensaba escribir, nunca fue escrita. Realidades
nuevas me solicitaban a cada paso. Las impresiones arrinconaban al
recuerdo. Me marché a Chile, después a New- York, a Cuba; regresé a
Madrid. . .
No volví a soñar con Segura.
Transcurrieron cerca de dos años.
Una
noche, al salir del teatro Lara, me tropecé con Antonio Arellano, de
quien «Segurita» fue muy amigo. Sucintamente Arellano me refirió su
vida; yo le conté los últimos capítulos de la mía.
Luego:
— ¿Y Segura?...
El rostro de mi interlocutor se anubló.
— El pobre «Segurita» — dijo — ha muerto.
— ¿Dónde, Arellano?
— En Lubrín.
— ¡En Lubrín! — repetí.
Debí de quedarme muy pálido- Un frío indecible, por oleadas, por ráfagas, me rozaba la piel.
Se
me heló la nuca. Ganas me daban de gritar: «Todo eso que cuenta usted
lo sé yo desde Buenos Aires: el mismo Joaquín Segura me lo ha dicho.»
Pude, sin embargo, represar mi emoción y seguir averiguando:
— ¿Cómo murió en Lubrín, si su padre le llevó a Azuaga?
— Porque en su casa de Azuaga — prosiguió Arellano — , por razones especiales, no podía estar.
Su padre, comprendiéndolo así, escribió a Guillermo, rogándole se encargase de su primo, y Guillermo se lo llevó a Lubrín.
¿Por qué negar que mis cabellos se erizaban?
Añadí:
—¿Podría usted decirme cuándo, aproximadamente, falleció «Segurita»?
Antonio Arellano vaciló, frunció las cejas.
— Va para dos años — repuso — ; recuerdo que era invierno. Allá por los meses de diciembre o de enero, debió de ser.
¿En qué libro de Poe, de Hoffmann o de Maupassant leímos un cuento mejor que esta historia?...
♦♦♦♦♦♦
FUENTE: Obra "Años de Miseria y Risa. Autobiografía, 1893-1916". Por Eduardo Zamacois. Única edición refundida por el autor. Ed. Renacimiento. SAN MARCOS, 42. Imprenta Latina, C/ Rodríguez San Pedro, 19 - MADRID
idafe | 3 abril 2014 en 22:20 | Etiquetas:
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